¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!
MATEO 21:9-11
9 Y la gente que iba delante y la que iba detrás aclamaba, diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!
10 Cuando entró él en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió, diciendo: ¿Quién es este?
11 Y la gente decía: Este es Jesús el profeta, de Nazaret de Galilea.
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén no fue un acto político, sino una proclamación de amor y redención. El pueblo lo aclamaba con palmas y gritos de “¡Hosanna!”, una palabra que originalmente significaba “¡Sálvanos ahora!”. Anhelaban un Mesías que liberara a Israel del dominio romano, pero Jesús traía una liberación más profunda: la del alma. Su entrada, montado en un humilde asno, contrastaba con las pomposas procesiones militares. En lugar de imponer poder, ofrecía paz. A menudo, también nosotros pedimos a Dios salvación inmediata sin reconocer que su propósito va más allá de nuestras expectativas: Él quiere transformar nuestro corazón.
Cuando la ciudad entera se conmueve y pregunta “¿Quién es este?”, nos encontramos con la misma pregunta que hoy sacude al mundo. En medio de pandemias, guerras, injusticias y angustias personales, muchos aún buscan una respuesta. Algunos lo ven como un profeta, un buen maestro, o una figura histórica. Pero aquellos que lo han conocido de verdad pueden afirmar con certeza: “Este es Jesús, el Hijo de Dios, el que vino a salvarme”. Su entrada a Jerusalén prefigura su entrada a nuestra vida: no con estruendo, sino con ternura, y cuando le abrimos el corazón, nada vuelve a ser igual.
Hoy, en nuestro propio “Jerusalén” —sea una jornada difícil, una ciudad llena de ruido, o una casa silenciosa— Jesús se presenta y espera nuestra respuesta. ¿Lo recibiremos con gozo? ¿Permitiremos que conmueva nuestra vida con su presencia? Que no se nos escape la oportunidad de reconocerlo y proclamar: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”, porque su presencia transforma, sana y redime. La ciudad se conmovió, pero solo quienes abrieron el corazón fueron verdaderamente salvados.
Señor Jesús, hoy me uno al clamor de aquel pueblo que gritaba “¡Hosanna!”. Te recibo en mi vida como mi Salvador y Rey. Ayúdame a no dejarme llevar por falsas expectativas ni por la confusión de las voces que te malinterpretan. Que mi corazón se conmueva con tu presencia, y que mis labios no dejen de proclamar tu nombre. Entra en mi Jerusalén y haz morada en mí. Amén.